DESENCLAVO DEL SEÑOR 2017 (TEXTO INTEGRO)
Aquí os dejamos el texto íntegro del Acto del Desenclavo del Señor 2017, por el Padre Jesús M. Santiago.
Desenclavo del Señor. Lugo 2017.
Orador: Padre Jesús M. Santiago
Silencio.
Silencio.
Señor, al fin se ha hecho el silencio, después de todo el bullicio de tu agonía. Hace, a penas, una hora este era un lugar de gritos, llantos, insultos, risas burlonas. ¿Dónde están los que te exigían que bajases de la cruz para creer en ti? ¿Dónde, los que azotaban tu espalda y de ti se burlaban sin un ápice de compasión? Ya tuvieron su momento. Han desaparecido. Sólo quedamos tu madre y yo. Ella, con la mirada baja y consumida, ya no tiene más lágrimas que derramar. Yo, tu discípulo favorito, ya no me queda ni un gramo de fuerza. Estoy roto por el dolor. Sólo puedo escuchar el silencio.
Silencio.
Silencio.
Y ahora, ¿qué vamos a hacer sin ti? ¿Por qué te has ido? ¿Por qué nos has abandonado? Teníamos tantos proyectos a realizar, tantas ilusiones por consumar, tantas esperanzas puestas en ti… Todo se ha roto, todo se ha venido abajo. ¿Dónde está el resto de tus discípulos? Hasta ellos han huido. Se han escondido, ten han negado, han dejado sola a tu madre.
Aún recuerdo aquella primera vez que te vi. Estaba con Andrés. Te seguimos. Tú te diste la vuelta y nos preguntaste: “¿Qué buscáis?” Sólo queríamos estar contigo, conocerte, escucharte. Comprobar si aquello que nos había dicho Juan, el Bautista, era verdad. Tal fue el impacto que causaste en nosotros aquella tarde, que Andrés fue a buscar a su hermano Pedro para decirle que viniese a verte. Y te seguimos. ¡Ay, Señor, qué recuerdos! ¡Qué días tan llenos de luz, de alegría, de ilusión, de esperanza! Nos íbamos a comer el mundo. Nadie nos podía parar, ni tan siquiera nuestra familia que, preocupada, nos interrogaba: “¿Estáis seguros de que queréis dejarlo todo para seguirle? Mirad, aquí tenéis vuestro trabajo, vuestro futuro. Y si las cosas salen mal, ¿qué vais a hacer?”. Nada nos importaba.
Y, ahora, ¿qué? Tenían ellos razón. No debimos dejar nuestro hogar, ni nuestros trabajos, ni a nuestra familia. Nos has dejado sin nada, arruinados completamente, sin futuro, sin ilusiones, sin familia, solos, rotos por el dolor.
¿Para qué nos dijiste a Andrés y a mí aquella tarde: “venid y lo veréis”? ¿Para qué le dijiste a Pedro: “déjalo todo y vente conmigo, yo te haré pescador de hombres”? ¿Para esto? Lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Y, ¿cuál ha sido nuestra recompensa? Ninguna. Nos has abandonado. Pudiste seguir con nosotros. No hacía falta que viniésemos a Jerusalén. Mira que te lo pedimos. ¿Por qué no nos hiciste caso?
Un día nos dijiste: “Pedid y se os dará”. Pues te hemos pedido, Señor, te hemos insistido, te hemos rogado con lágrimas en los ojos. Nosotros veíamos hacia dónde nos estábamos encaminando. Lo comentábamos a tus espaldas en el grupo –alguna vez nos pillaste hablando de ello-. Pero nos cegaban tus hermosas palabras y tus milagros. Nos decíamos unos a otros: “Ya veréis. Al final va a ocurrir un milagro. Tened esperanza”. No. Nada de eso ha ocurrido. Tú has muerto, y nosotros nos hemos quedado solos.
“Pedid y se os dará. Pedid y se os dará. Pedid y se os dará”. ¡Cuántas veces he recordado estas palabras tuyas! Es más, ahora te lo confieso. He hecho algunas promesas y sacrificios para pedirte que esto no ocurriese, pues tenía fe en esas palabras tuyas. Mas, ahora que te has ido, no me queda ni un poco de esa fe y de esa esperanza que me sostuvieron.
¿Recuerdas el día que multiplicaste los panes y los peces? Nos quedamos boquiabiertos cuando nos pediste que juntásemos a la gente en pequeños grupos, pues les ibas a dar de comer. Sólo teníamos cinco panes y dos peces que habíamos guardado para esa noche, cuando ya todos hubiesen regresado a sus hogares. Era imposible darles de comer. Pero, aun así, confiamos en ti. Hicimos lo que nos pediste. Algunos estábamos más convencidos que otros, pero ninguno dudó ni un instante de ti. No sabíamos cómo ibas a darles de comer, pero, era tal nuestra fe en ti, que hicimos lo que nos pediste sin reclamos ni protestas. Y todos nos hartamos de comer aquella tarde.
Pero ahora, Señor, ahora estoy hambriento. No he comido nada desde ayer por la tarde, cuando nos reuniste para celebrar la Pascua. Iba a ser una gran fiesta. Pero desde el primer instante notamos que la cosa no iba a acabar bien. Apenas hablabas, casi no probabas bocado… y, de repente, nos miras a todos con tristeza y angustia, y nos dices: “Uno de vosotros me va a entregar”. Desde ese instante, todo cambió. El ambiente se tornó tenso, desgarrador, silencioso cuando vimos a Judas levantarse y salir de aquella sala. Teníamos preparados unos cantos que no pudimos entonar, habíamos asado un cordero, pero sólo probamos un poco de pan y de vino.
El día que multiplicaste los panes y los peces nos dijiste: “Quien me siga no tendrá nunca más hambre ni sed”. Pues mira, Señor, estoy hambriento y sediento, con el estómago vacío y los labios secos de tragar tanto polvo. ¿Acaso has olvidado tus promesas?
Y, ¿qué me dices del día que resucitaste a Lázaro? Aquel día mis oídos te escucharon decir: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Todo el mundo creyó en ti cuando despertaste a Lázaro. Y no era la primera vez que lo hacías. La hija de Jairo y aquel niño, cuya madre era una viuda, y que estaba a punto de ser enterrado, fueron testigos de tu poder.
¿Dónde quedan esas hermosas palabras y milagros? Te miro. Contemplo tu cuerpo enflaquecido, ensangrentado y lleno de moratones; en tu rostro sudoroso aún permanecen las marcas del dolor al que se vio expuesto hace apenas una hora. ¡Repíteme ahora “yo soy la resurrección y la vida”! No puedes. Estás muerto, Señor, estás muerto. ¿Cómo quieres que creamos en ti? ¿Cómo quieres que creamos en tus obras? ¿Cómo quieres que pensemos que vas a seguir alimentando a los hambrientos y curando a los enfermos?
El día que nos preguntaste: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Pedro respondió por todos. Ya lo habíamos hablado en el grupo en más de una ocasión. Él era el que estaba más convencido de que tú eras el Mesías. Siempre nos decía para convencernos: “Fijaos en lo que hace, y en cómo habla. Fijaos en cómo mira a la gente, cómo se para con ella, les presta atención, se interesa por su vida. Yo soy un simple pescador, no entiendo de casi nada, pero Él es el Mesías”. Y tú le dijiste que ibas a fundar un nuevo pueblo sobre él. ¿Quieres un pueblo? Aquí lo tienes: Pedro, ¿dónde está? Huido, escondido, atemorizado, llorando en cualquier esquina oscura de la ciudad para que nadie lo vea. Avergonzado de haberte negado. Tu madre, aquí la tienes, a mi lado, rota por la angustia de ver a un hijo suyo muerto. Y yo, mascullando mi destino. Este es tu pueblo: gente ignorante y analfabeta, cobarde, triste, sin futuro. Este es tu pueblo: Pedros que te niegan, Marías que han perdido a sus hijos, discípulos que no saben qué hacer. ¿Lo quieres?
Silencio.
Silencio.
Este silencio tuyo consume mi alma, Señor. Ahora comprendo a todos a los que tú les dijiste: “Ven y verás”, o: “ven conmigo y te haré pescador de hombres”, pero te abandonaron en el camino. Se habrán desilusionado, esperarían otra cosa, pensarían que todo iba a ser muy bonito y se dieron cuenta, antes que nosotros, que esto iba a acabar mal. ¡Qué sé yo! No soy quién para juzgarlos.
Ahora comprendo, Señor, a tantos hambrientos que durante estos años te han pedido de comer, y se han muerto de hambre y de sed. Dimos de comer a cinco mil hombres el día que multiplicaste los cinco panes y los dos peces, hemos repartido nuestros bienes entre los pobres, hemos recolectado limosnas y se las hemos dado a los que lo necesitaban sin exigirles que se hiciesen discípulos tuyos. Pero, ¡cuántos han quedado por el camino! ¡Cuántos, nos han pedido y no les hemos podido dar! Ahora, Señor, ahora que yo estoy pasando hambre, sólo ahora, comprendo su angustia. Y, tú, ¿qué haces por ellos? Morir como un perro en la cruz.
Ahora comprendo, Señor, a tantos enfermos que te han pedido que les curases, y no lo hiciste. Se han puesto en tus manos, te han pedido, te han rogado que los librases de su angustiosa enfermedad. Algunos ya no tenían a quien acudir, y se acercaron ti. Otros muchos oyeron que habías curado a todos los enfermos del pueblo por donde pasábamos, y se presentaron ante ti. Pero no les has curado. ¿Por qué, Señor? Yo conocía a algunos de ellos, eran amigos míos. Te pedí, te rogué, te exigí que los curases; no se merecían su enfermedad, ni que les dejases morir sin haberles curado. Ahora, sólo ahora, comprendo sus quejas, sus llantos, su tristeza, su silencio, su mirada perdida. ¡Qué fácil era decirles: “confía en mi Señor”!
Ahora comprendo, Señor, a los que hace una hora se reían de ti. ¿Qué te decían? “Salve, rey de los judíos. ¿Dónde está tu ejército? ¿Ha huido sin entrar en batalla? ¡Qué ejército de cobardes tienes tú! ¿No decías que ibas a traer fuego a la tierra?”. ¡Cuántas palabras tan llenas de desprecio! ¿Y si yo estuviese en su lugar? Seguramente haría lo mismo que ellos. Pero no, no estoy en su lugar. Estoy aquí, al pie de tu cruz, al lado de tu madre, escuchando el silencio y preguntándome por qué ha ocurrido esto. Estoy enfadado, hambriento, solo, triste. Pero estoy aquí, porque tú eres mi Señor.
Estoy aquí, a pesar de que tuve muchas veces tentaciones de abandonarte, y no lo he hecho. ¿Por qué? No lo sé. Quizás haya sido porque me fuiste enseñando que estamos en este mundo para servir a los demás, para entregar nuestra vida, nuestra persona y nuestros bienes materiales, hacernos pobres y libres como tú. Moriste pobre, Señor, sin nada. Pero libre.
Aquí, al pie de la cruz, me pregunto: “¿Qué he de pedir?”. Te pedí una vida tranquila, y tú me pediste que no dejase sola a tu madre. Te pedí no pasar necesidad, y tú me pediste que se lo diese todo a los pobres. Te pedí que curases a mis amigos, y tú me pediste que no los dejase solos y los acompañase en su dolor y en su muerte. Te pedí ser miembro insigne de un gran pueblo, y tú me pediste que me hiciese uno más de ellos y no los abandonase a las garras feroces de este mundo. ¿Qué me has dado de todo lo que te pedí? Nada, Señor: pobreza, enfermedad, llanto, dolor, cruz.
Aquí estoy, Señor, sin nada. Con las manos vacías, la mirada perdida, entristecida, y el corazón roto. Cansado, muy cansado. Sin fuerzas para seguir luchando. Agotado. Rendido. Sin ilusión alguna. Solo. Abandonado por mis amigos y por ti.
Pero libre. Sin ataduras. Dispuesto a dejarme abrazar por esos brazos tuyos que ahora están abiertos para acogerme.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Acto del desenclavo
Señor, ya sólo nos resta hacer un último acto de compasión. Vamos descender tu cuerpo inerte para venerarlo y sepultarlo dignamente.
¡Que se acerquen los hermanos cofrades que van a realizar el tan noble servicio de desenclavar y descender el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo!
(Se acercan los cofrades).
Hermanos cofrades: tenéis delante a una madre destrozada por el dolor. Arrodillaos ante ella y pedidle permiso para poder descender el cuerpo de su Hijo de la cruz.
(Después de haberle pedido permiso a María…)
Subid ahora a la cruz y sacad el letrero. ¿Qué pone? ¿Cuál es la sentencia de muerte? (el cofrade desde lo alto de la Cruz exclamará: “Jesús Nazareno, rey de los judíos”).
Aquí tienes, María, la razón por la que tu Hijo ha sido crucificado: por ser el rey de los judíos. Pero, ¿desde cuándo a alguien se le condena a muerte por tal motivo? ¿Qué crimen es ese? ¡Qué gobernantes tan viles que permitieron y promovieron semejante atrocidad!
Estoy cansado, Señor, de este mundo, de sus gobernantes, de sus líderes. Hace unas pocas horas Pilato se lavaba las manos para manifestar que era inocente de tu sentencia a muerte. Pero fue él quien la firmó, pues le convenía para mantenerse en el poder.
Estoy harto, Señor, de ver morir a gente inocente por la política migratoria de nuestra tierra. Estoy harto de un sistema sanitario en el que prima el dinero, en el que no se atiende adecuadamente a los enfermos graves y se deja morir a los ancianos, con la excusa de que ya han vivido demasiado y no se puede gastar dinero público en ellos. Señor, tengo en mi cabeza nombres concretos, amigos, compañeros de camino, víctimas inocentes de este sistema injusto en el que prima la idolatría al dinero. Y tú, como ellos, has muerto víctima de tales intereses.
(Se retira ahora la corona de espinas)
Retiradle ahora la Corona de Espinas y entregádsela a su madre.
Aquí la tienes, María. Se la pusieron a tu Hijo para burlarse y reírse de Él. “¡Salve, rey de los judíos!”, le decían mientras le golpeaban el rostro. Eras testigo de todo ello. Veías a lo lejos como le azotaban, le abofeteaban, se burlaban de él. Y tú, no podías hacer nada, ni tan siquiera acercarte.
Pero no era la primera vez que lo insultaban. ¡Cuántas veces sus propios vecinos dijeron de él: “Ahí va el hijo del carpintero”, como diciendo: “Ahí va el hijo de un pobre, no tiene futuro, no puede estudiar”! Otra vez dijeron de él: “Es de Nazaret. Pero si de allí nunca salió nada bueno”.
Así somos, Señor, así somos. Hablamos mal de nuestros vecinos por detrás, les insultamos, nos burlamos de ellos, les llamamos paletos, aldeanos, ignorantes, burros. Y, ¿nos escandalizamos cuando te pusieron la corona de espinas? Diremos: “Yo nunca lo haría”. ¿No? Lo estamos haciendo todos los días cuando criticamos a los demás.
Toma, María, esta corona, para que nunca más volvamos a poner coronas de espinas a nadie.
(Se sacan ahora los clavos)
Retirad ahora los clavos de sus manos y ponedlos a los pies de su Madre.
María, estos clavos han herido y desgarrado esas manos divinas que nos han creado a su imagen y semejanza. ¡Qué poco agradecidos somos los humanos! ¡Qué poca memoria tenemos! Han sido manos que nos han creado, y nosotros las hemos crucificado. ¡Cuántas manos nos han ayudado, nos han acariciado, nos han sostenido, nos han cogido para que no cayésemos, y nosotros las hemos herido con nuestro desprecio y nuestra crítica!
Comenzad por la mano derecha. Liberadla de ese maldito clavo que la desgarró. Quitádselo y no volváis a poner ni un clavo más a la mano que os ha ayudado en alguna ocasión.
(Quita el clavo derecho y se lo entrega a María)
Quitad ahora el clavo de la mano izquierda. Señor, tus manos no van a quedar como antes. Vas a quedar marcado, para recordarnos que siempre que desgarremos con algún clavo una mano amiga, siempre, siempre, va a quedar marcada y herida, aunque sea un clavo muy pequeño.
(Quita el clavo izquierdo y se lo entrega a María)
Quitad, ahora, el clavo de sus pies. Señor, esos pies heridos fueron un día besados, ungidos y lavados por una prostituta. Tú no te apartaste de ella cuando la viste correr hacia ti, ni la despreciaste.
Quitemos el clavo de sus pies para que, a partir de ahora, besemos los pies de los demás y no despreciemos a nadie.
(Quita el clavo del pie y se lo entrega a María)
Y ahora, hermanos cofrades, descended el cuerpo de nuestro Señor y ponedlo, en primer lugar, a los pies de su madre. Dejadle que se despida de él antes de meterlo en el sepulcro. No digamos nada, respetemos el silencio de esta madre que se está despidiendo de su hijo.
(Silencio)
Y ahora, Señor, te veneramos nosotros. Yo, tu discípulo favorito, hoy me siento huérfano. Me he quedado sin mi padre, mi confidente, mi amigo, mi brazo extendido, mi oído atento, mi mirada compasiva. ¿A quién, Señor, le voy ahora a contar mis penas? ¿Con quién me voy a desahogar? ¿A quién le voy a pedir ayuda? ¿Quién me va a ofrecer una tenue luz en mi oscuro camino?
Me acerco a ti y te venero. Beso tus pies, agradecido por todo el bien que me has hecho durante estos años que estuve contigo. Beso tus pies como lo hizo María Magdalena, para pedirte perdón por todos mis pecados. Beso tus pies en nombre de todos mis amigos enfermos, en nombre de mis vecinos, amigos y familiares que hoy no han podido estar aquí para besarlos ellos mismos. Beso tus pies en nombre de los pobres que conozco y que pasan hambre, están esclavizados, son tratados como basura. Alguno de ellos, Señor, lo conozco desde que íbamos a la escuela infantil. Amigos que han caído en la droga, en el alcohol. Pero amigos que, si hoy estuviesen aquí, besarían tus pies inertes, pues son buena gente y saben que pronto ellos mismos van a estar en tu lugar.
Beso tus pies inertes porque, a pesar de no tener ya un gramo de fuerza, a pesar de todo el dolor acumulado que llevo encima, a pesar de que ahora tus palabras me resultan vacías y carentes de sentido, espero que cumplas tu promesa y resucites al tercer día. Sólo entonces volverá a brillar en mi corazón un intenso rayo de sol que me permita vivir alegre en medio de la pobreza, compartir con los demás lo que tengo, luchar por la dignidad de cada persona, acompañar con esperanza a mis amigos y familiares enfermos y a vivir la enfermedad con dignidad cuando penetre mi carne. Porque tú, Señor, eres mi esperanza.
(Beso los pies de Cristo)
Y, finalmente, os invito a que también vosotros beséis los pies de nuestro Señor y le veneréis, pues él es vuestro rayo de luz y vuestra esperanza.